La capacidad de reconocer los sentimientos propios y ajenos, de motivarnos y gestionar adecuadamente nuestras emociones cobra una importancia fundamental en todos los ámbitos de nuestra vida. Sin embargo, la mayoría de las acciones formativas que hemos recibido han estado encaminadas a desarrollar nuestro potencial intelectual. Ese potencial emocional, que forma parte de nuestra inteligencia global e influye en nuestro éxito y felicidad en un porcentaje mayor que el intelectual, ha recibido muchísima menos o ninguna atención educativa.